ODA A LA PLAZA DE CANGALLO PARA SER LEÍDA A LA HORA DEL ÁNGELUS.
(Poema dedicado a los bienhechores de
Cangallo: Máximo González y Pedro C. Cárdenas).
Max
Aguirre Cárdenas
.
Oh, nuestra placita,
aquella en la que los pájaros nómadas
detenían su vuelo
para trinar huaynitos de alegría,
aquella donde la historia columpiaba su
hermosura
en
el dosel de las jacarandas, ya no es la que fue.
Convertida desde hace años en morada de
sajinos,
en botín hedonista de roedores que salen de
cacería,
hiede ahora a sepultura vacía, a anilina
negra de antifaces.
Está prohibido saludar a nuestros mártires
envejecidos por el olvido,
honrar a nuestros héroes que reclaman el bullicio
de los niños;
prohibido el ingreso fraterno de calesas y
labriegos,
aspirar el aroma de los azafranes,
y hasta contemplar los celajes derramando sus óleos dorados en el Urpaywaqa.
Convertida hoy en una cárcel de herrumbre y agravios a nuestra historia
en laberinto de rejas escalofriantes
y cancerberos de yelmos azules y azotes,
quieren que se muera pétalo a pétalo,
pistilo tras pistilo,
árbol tras árbol,
los derriban como a orates que exhiben en sus
axilas alergias de mal olor,
los trituran como a víboras espeluznantes de
colmillos;
quieren hacer de ella un museo de hachas y
torpedos,
una gruta de cobras y mastines de humor
negro,
quieren que su grandeza pretérita se publique en las gacetas del olvido
que su nombre se pudra en los anales del Apocalipsis.
Canturreando sus enemigos en danzas corales
de urogallos,
al son de cascabeles y quenas fantasmales,
o tejiendo soberbios los calcetines de sus
juglares,
balbucean sus profecías en voz baja al oído
de los ruiseñores:
Si muere la plaza,
amortajada por su séquito de cipreses
cetrinos,
sin huellas de sangre ni linfa andina en sus
raíces,
sin la ternura de sus niños (que no tienen
siquiera
un columpio donde mecer su infancia,
un hogar donde polinizar el perfume de los
rosales,
un lugar donde dar el biberón a los sueños),
sucumbirá también Cangallo;
cerrará finalmente sus párpados como codorniz
dormida,
decapitada sin sollozos ni tambores,
sin que nadie reclame sus cenizas o esculpa
un epitafio,
sin que nadie cargue su féretro ahíto de
parásitos y naftalina.
Y allende, morirán también sus matorrales de tunales y hierbaluisas,
y también sus fanales de luz ámbar en sus calles.
Pero entonces:
¿Qué el hechizo de sus atardeceres y sus
barnices de clavel?
¿Qué el recuerdo de los valientes que juraron
vengar a la Patria,
armados tan solamente con sables de coraje,
huaracas plurales y pocillos de sudor?
¿Qué los centauros de barba luenga y ojos
celtíberos
cabalgando caballitos de pelambre gótica y ancas de guitarra andaluza?
¿Qué sus flemas sanguíneas escupidas en charangos de dolor?
¿Qué sus guerreros de labios rotos por los puñetes de la ingratitud?
Ellos eran otra especie de arcángeles,
hombres con sueños de diamante y cigotos de
Patria consagrada,
hijos de una Pachamama fertilizada por los
relámpagos.
¡Ah, cómo se conmueve mi alma con la rauda
electricidad
de un poema crucificado boca abajo!
¡cómo los musgos y serpentinas alfombran mi
tristeza!
¡cómo las linternas de Dios encienden sus luces de topacio
en mis ventrículos para consolarme!
Nuestra placita,
enrejada ahora como una pocilga de cerdos
agiotistas,
luciendo las deyecciones de Sendero
agonizante
(envueltas en bandera alba en la retaguardia
de nuestros héroes,
ladrando en placa mentirosa una oda que
apuñala en bronce
los nombres de dos estudiantes muertos,
y cuadras abajo:
el mote pedagógico de un profe de pergaminos
de luto y cantina).
La han extirpado sin anestesia sus lirios y
poincianas,
y la han convertido en un circo nocturnal donde fríos novenantes
-golosos de jolgorios, cañazo y pirotecnia−
han hecho de ella una sucursal de cántabro
lupanar,
de homilías silvestres y cristianos
delirantes;
no les importa que los bombazos pútridos de
azufre,
revienten a patadas los oídos de niños y
lebreles,
que en los tímpanos de los ancianos dinamiten
horrores,
que se incineren entre vagos quejidos
los viejos cipreses tallados con ternura,
o que el párroco esté pignorando sus primicias a un huamani usurero,
o confesando gnomos y santos patrones de gas grisú.
Era el invierno andino de 27 de marzo de
1822.
Don José de San Martín y el Marqués de Torre
Tagle
habían deseado reconstruirla piedra a piedra,
remendando sus heridas inefables con agujas
de fe,
soleando milagros tarde tras tarde,
para hacer de ella un templo donde navegue el
tiempo adormilado en la brisa
donde una patria de túnica y bandera albo-azul cielo
respire el ozono puro de sus jacarandas.
Cangallo había sido molida a palos por
Ricafort en diciembre de 1820
y también por el cruel Carratalá en diciembre
de 1821,
pisada por sus corceles obscenos,
achicharrada en sus peroles de odio
y destripada a dentelladas con la ferocidad
de mil hienas;
para luego ser arrugada de surcos por bueyes
aleves
y sembrada de sal ácida su suelo.
Muchos años después,
los vientos seguían haciendo redondelas de
polvo,
talqueando con fumarolas de ceniza al viejo
pueblo,
todavía la luna llena y los ángeles pasaban santiguando sus infortunios,
aun las primaveras dejaban sus honras florales de vez en cuando,
pero la humilde placita,
ajada como una mariposa de alas rotas y pintura rupestre,
se resistía a morir asida a las enredaderas
aseando de amor sus campanarios.
El Santo de la Espada,
de sustancias palentino-guaraníes,
el San Martín glorioso de Yapeyú (“el lugar
donde sopla el viento”),
imaginando a Cangallo como a canoa de luz
sobre el Pampas,
igual que su Yapeyú sobre el Guaviraví,
conmovido desde su butaca de dolor, quiso
más:
Rogó a los peruanos erigir en ella un
Monumento a La Libertad
para que los niños se detuvieran a nutrirse
del pan de la patria,
a deletrear mojados en leche las gacetas de
la gloria,
a cantar bulliciosos ofertorios de amor al
viejo Auqui,
brindar sus brebajes de besos a la frágil María Parado,
y al tayta Cáceres: harawis y pastorales.
Pero los filisteos del Pampas y el Rímac,
curtidos de
idolatría y sordera,
jamás obedecieron al Libertador,
jamás alfabetizaron sus piojos exantemáticos para entender su significado,
y el monumento nunca fue labrado.
Tal ruego,
bordado en los testamentos de la historia
y grabado en las antologías del llanto,
no ha podido ser borrado de los pizarrones
del tiempo por los reptiles de la traición
Y aunque el Bicentenario será nuevamente para nuestra heroica tierra
sólo una ceremonia notarial del silencio,
silencio que fedatará la astucia de los parásitos del Pampas
y sea, una vez más,
sólo una fiesta de urinario en el serpentario de Asnaqhuayqo,
¡Cangallo no morirá!,
aunque duela saber que su placita seguirá
siendo el rodeo
donde prosiga la doma de cuatreros para el
próximo asalto,
el espacio donde la ingratitud y los ogros venéreos gangrenen su futuro
¡Pero ella no morirá!,
aunque sus enemigos la hagan escanciar sus copas de liendres y cicuta,
aunque la rellenen de mastines ahítos de hidrofobia,
o los tifus adoquinen de cadáveres sus crepúsculos.
Podrán amordazarla con trapos urticantes,
trozarla con vuestros colmillos más feroces,
molerla como a detritus de campanas y
laureles,
rendirla de mil estocadas en el epigastrio,
calmar su sed con hierro fundido y
aplastarla con vuestras pezuñas hasta
reventarla,
¡pero no morirá!.
Más aún: podrán clavarla cien puñales en el
miocardio,
abuchearla de arcabuces y naufragios,
inocularla en sus fibras sangre infectada de
locos hematíes,
ocluir sus ventrículos con flora fétida de
marsupiales,
y hasta pinchar en vuestros aquelarres la
dermis de su alma
con pedernales incandescentes,
¡pero Cangallo no morirá! …
¡Ella es inmortal! ¿no lo sabían?.
Cangallo, 7 de octubre de 2018.
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