viernes, 11 de diciembre de 2020

 

ODA A LA PLAZA DE CANGALLO PARA SER LEÍDA A LA HORA DEL ÁNGELUS.

        (Poema dedicado a los bienhechores de Cangallo: Máximo González y Pedro C. Cárdenas).

 

                                                                                     Max Aguirre Cárdenas

.

Oh, nuestra placita,

aquella en la que los pájaros nómadas detenían su vuelo

                                                         para trinar huaynitos de alegría,

aquella donde la historia columpiaba su hermosura

                               en el dosel de las jacarandas, ya no es la que fue.

Convertida desde hace años en morada de sajinos,

en botín hedonista de roedores que salen de cacería,

hiede ahora a sepultura vacía, a anilina negra de antifaces.

Está prohibido saludar a nuestros mártires envejecidos por el olvido,

honrar a nuestros héroes que reclaman el bullicio de los niños;

prohibido el ingreso fraterno de calesas y labriegos,

aspirar el aroma de los azafranes, 

y hasta contemplar los celajes derramando sus óleos dorados en el Urpaywaqa.

Convertida hoy en una cárcel de herrumbre y agravios a nuestra historia

en laberinto de rejas escalofriantes

y cancerberos de yelmos azules y azotes,

quieren que se muera pétalo a pétalo,

pistilo tras pistilo,

árbol tras árbol,

los derriban como a orates que exhiben en sus axilas alergias de mal olor,

los trituran como a víboras espeluznantes de colmillos;

quieren hacer de ella un museo de hachas y torpedos,

una gruta de cobras y mastines de humor negro,

quieren que su grandeza pretérita se publique en las gacetas del olvido

que su nombre se pudra en los anales del Apocalipsis.

Canturreando sus enemigos en danzas corales de urogallos,

al son de cascabeles y quenas fantasmales,

o tejiendo soberbios los calcetines de sus juglares,

balbucean sus profecías en voz baja al oído de los ruiseñores:

 

Si muere la plaza,

amortajada por su séquito de cipreses cetrinos,

sin huellas de sangre ni linfa andina en sus raíces,

sin la ternura de sus niños (que no tienen siquiera

un columpio donde mecer su infancia,

un hogar donde polinizar el perfume de los rosales,

un lugar donde dar el biberón a los sueños),

sucumbirá también Cangallo;

cerrará finalmente sus párpados como codorniz dormida,

decapitada sin sollozos ni tambores,

sin que nadie reclame sus cenizas o esculpa un epitafio,

sin que nadie cargue su féretro ahíto de parásitos y naftalina.

Y allende, morirán también sus matorrales de tunales y hierbaluisas,

y también sus fanales de luz ámbar en sus calles.


Pero entonces:

¿Qué el hechizo de sus atardeceres y sus barnices de clavel?

¿Qué el recuerdo de los valientes que juraron vengar a la Patria,

armados tan solamente con sables de coraje,

huaracas plurales y pocillos de sudor?

¿Qué los centauros de barba luenga y ojos celtíberos

cabalgando caballitos de pelambre gótica y ancas de guitarra andaluza? 

¿Qué sus flemas sanguíneas escupidas en charangos de dolor?

¿Qué sus guerreros de labios rotos por los puñetes de la ingratitud?                                                                     

Ellos eran otra especie de arcángeles,

hombres con sueños de diamante y cigotos de Patria consagrada,

hijos de una Pachamama fertilizada por los relámpagos. 

¡Ah, cómo se conmueve mi alma con la rauda electricidad

de un poema crucificado boca abajo!

¡cómo los musgos y serpentinas alfombran mi tristeza!

¡cómo las linternas de Dios encienden sus luces de topacio 

en mis ventrículos para consolarme!

                                                                                                     

Nuestra placita,

enrejada ahora como una pocilga de cerdos agiotistas,

luciendo las deyecciones de Sendero agonizante

(envueltas en bandera alba en la retaguardia de nuestros héroes,

ladrando en placa mentirosa una oda que apuñala en bronce

los nombres de dos estudiantes muertos,

y cuadras abajo:

el mote pedagógico de un profe de pergaminos de luto y cantina).

La han extirpado sin anestesia sus lirios y poincianas,

y la han convertido en un circo nocturnal donde fríos novenantes 

-golosos de jolgorios, cañazo y pirotecnia−

han hecho de ella una sucursal de cántabro lupanar,

de homilías silvestres y cristianos delirantes;

no les importa que los bombazos pútridos de azufre,

revienten a patadas los oídos de niños y lebreles,

que en los tímpanos de los ancianos dinamiten horrores,

que se incineren entre vagos quejidos

los viejos cipreses tallados con ternura,

o que el párroco esté pignorando sus primicias a un huamani usurero,

o confesando gnomos y santos patrones de gas grisú.

 

Era el invierno andino de 27 de marzo de 1822.

Don José de San Martín y el Marqués de Torre Tagle

habían deseado reconstruirla piedra a piedra,

remendando sus heridas inefables con agujas de fe,

soleando milagros tarde tras tarde,

para hacer de ella un templo donde navegue el tiempo adormilado en la brisa

donde una patria de túnica y bandera albo-azul cielo

respire el ozono puro de sus jacarandas.

Cangallo había sido molida a palos por Ricafort en diciembre de 1820

y también por el cruel Carratalá en diciembre de 1821,

pisada por sus corceles obscenos,

achicharrada en sus peroles de odio

y destripada a dentelladas con la ferocidad de mil hienas;

para luego ser arrugada de surcos por bueyes aleves

y sembrada de sal ácida su suelo.

Muchos años después,

los vientos seguían haciendo redondelas de polvo,

talqueando con fumarolas de ceniza al viejo pueblo,

todavía la luna llena y los ángeles pasaban santiguando sus infortunios, 

aun las primaveras dejaban sus honras florales de vez en cuando, 

pero la humilde placita, 

ajada como una mariposa de alas rotas y pintura rupestre, 

se  resistía a morir asida a las enredaderas

aseando de amor sus campanarios.                                                                                                                            

El Santo de la Espada,

de sustancias palentino-guaraníes,

el San Martín glorioso de Yapeyú (“el lugar donde sopla el viento”),

imaginando a Cangallo como a canoa de luz sobre el Pampas,

igual que su Yapeyú sobre el Guaviraví,

conmovido desde su butaca de dolor, quiso más:

Rogó a los peruanos erigir en ella un Monumento a La Libertad

para que los niños se detuvieran a nutrirse del pan de la patria,

a deletrear mojados en leche las gacetas de la gloria,

a cantar bulliciosos ofertorios de amor al viejo Auqui,

brindar sus brebajes de besos a la  frágil María Parado,

y al tayta Cáceres: harawis y pastorales.

Pero los filisteos del Pampas y el Rímac,

curtidos de  idolatría y sordera,

jamás obedecieron al Libertador,

jamás alfabetizaron sus piojos exantemáticos para entender su significado, 

y el monumento nunca fue labrado.

Tal ruego,

bordado en los testamentos de la historia

y grabado en las antologías del llanto,

no ha podido ser borrado de los pizarrones del tiempo por los reptiles de la traición

                                                          

Y aunque el Bicentenario será nuevamente para nuestra heroica tierra

sólo una ceremonia notarial del silencio, 

silencio que fedatará la astucia de los parásitos del Pampas

y sea, una vez más, 

sólo una fiesta de urinario en el serpentario de Asnaqhuayqo,

¡Cangallo no morirá!,

aunque duela saber que su placita seguirá siendo el rodeo

donde prosiga la doma de cuatreros para el próximo asalto,

el espacio donde la ingratitud y los ogros venéreos gangrenen su futuro

¡Pero ella no morirá!,

aunque sus enemigos la hagan escanciar sus copas de liendres y cicuta,

aunque la rellenen de mastines ahítos de hidrofobia,

o los tifus adoquinen de cadáveres sus crepúsculos.

Podrán amordazarla con trapos urticantes,

trozarla con vuestros colmillos más feroces,

molerla como a detritus de campanas y laureles,

rendirla de mil estocadas en el epigastrio,

calmar su sed con hierro fundido y

aplastarla con vuestras pezuñas hasta reventarla,

¡pero no morirá!.

Más aún: podrán clavarla cien puñales en el miocardio,

abuchearla de arcabuces y naufragios,

inocularla en sus fibras sangre infectada de locos hematíes,

ocluir sus ventrículos con flora fétida de marsupiales,

y hasta pinchar en vuestros aquelarres la dermis de su alma

con pedernales incandescentes,

¡pero Cangallo no morirá! …

¡Ella es inmortal! ¿no lo sabían?.

 

                                                   Cangallo, 7 de octubre de 2018.

 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario