La
corrupción, endemia que corroe las fibras espirituales de nuestra patria en la
forma de un divieso que ha mutado en este último decenio en toda una cultura
nacional, y cuyas manifestaciones revelan el fracaso rotundo de nuestras políticas
institucionales, principalmente las educativas y judiciales que tutelan nuestra
sociedad, también deja cotidianamente su impronta en la faz heroica de nuestra
provincia, manchando su bien ganado prestigio de haber luchado infatigablemente
por los valores de la civilización democrática en el período histórico de la
Emancipación Peruana y amenazando su existencia misma como pueblo que tiene el
derecho de gozar las bondades del futuro preservando sus virtudes cívicas y
morales. Pero hoy, pasados los 200 años, está dándose cuenta de que sus
sacrificios fueron un gran fiasco por causa de la corrupción enquistada en su
alma colectiva, por lo menos desde que los hispanos invadieron inclementes su
suelo, y que hay mucho que hacer para eliminarla, desde reescribir su historia
llena de silencios y tergiversaciones como efectos de lo que hemos denominado “el
síndrome o la maldición de Carratalá”, hasta fumigar sus hábitats
institucionales donde prosperan los agentes patógenos que la mantienen secuestrada
en la pobreza, labrando insensibles su segura decadencia.
Cuando
hace apenas un mes, después de un largo período de exposición, el Ministerio
Público del Perú retiró su gigantesca pancarta colocada en el frontispicio de
su local matriz de Lima en la que invitaba a la ciudadanía a denunciar los
hechos que indicasen que la corrupción había brotado como un modesto divieso en
cualquier localidad del país, irrumpió hoy, intempestivamente, la ingrata verdad
de que dicho anuncio no había frenado en nada su penosa vigencia, precisamente
por haberse convertida en cultura estructural o en parte íntima de nuestro ser
nacional, tumorada en provincias desamparadas como Cangallo, y que un mero
cambio de gobierno no garantizaba ninguna inmunidad, aún más si el mandatario reemplazado
por el actual se convertía en inquilino de un penal y había difundido orondo por
todo el país el lema electoral “la honestidad hace la diferencia”. Por extraña
paradoja, lejos de haberse mitigado la gravedad de la patología, todo indicaba
que ella se había incrementado, ya que las inconductas revelaban ser ahora el
deporte favorito no ya de los sectores marginales y excluidos de nuestra
sociedad, sino de la clase peruana de cuello y corbata, y lo más trágico, de
nuestros últimos presidentes de la república, sin excepción; es decir de los
máximos ciudadanos que personifican a la nación y merecen, por tanto, el mayor
de nuestros respetos. Mientras que los primeros ponían en zozobra nuestras
calles para apoderarse de un mísero celular, los otros actuaban con tal sigilo y
aparente majestad para sustraer ilícitamente recursos dinerarios importantes del
erario nacional. El antifaz ya no era el adminículo que protegía el anonimato o
la vergüenza pública; se había convertido en un trapo inútil que sólo resaltaba
la facies de maldad de los delincuentes de baratillo, porque ahora los
facinerosos ya no se apoderaban de los valores apuntando con una pistola o una vulgar
chaira, sino que esperaban que la plata venga sola o que su genialidad les
irrogase, por conferencias de cuarenta minutos, grandes amasijos de dólares,
que un humilde obrero sólo podría acumular a título de ahorros en dos o tres
reencarnaciones. Y pensar que nuestros abuelos jamás cobraban por una de estas
citas culturales, porque consideraban la sola invitación a difundir su
sapiencia como expresiones de honor. La corrupción mostraba una vez más su ingenio para deslizarse en la hojarasca del
delito con más rapidez que un áspid en el pecho de Cleopatra.
Lo
que más duele, insinuábamos, es que el cáncer se haya enquistado en las
instituciones tutelares de la nación: La Presidencia de la República, el
Parlamento Nacional, el Ministerio Público, el Poder Judicial, la Contraloría
de la República, el Poder Electoral, la Iglesia, el Ejército, la Policía, y
hasta en las entidades educativas y
deportivas como la Federación Peruana de Fútbol, y haya elegido principalmente a
los miembros de la clase política, rectora de la vida nacional, como sus
embajadores predilectos. Aclaremos el entuerto, no sin antes reconocer la
evidencia de que no todo lo inmoral es ilegal y que todo lo legal no siempre es
moral, además de hacer hincapié de que no todo nuestro capital humano está
infectado por el divieso y que todavía existen personalidades en buen número
que gozan de nuestra fe y respeto, por su probidad y consecuencia, por su
lealtad y amor a la patria que nos vio nacer.
El
término “corrupción” tiene una extensión semántica que comprende toda clase de transgresiones
morales, delitos y faltas de distintas índoles que tienen un efecto destructivo
del orden social y afectan gravemente el desarrollo de los pueblos generando
brechas enormes que impiden la distribución justa de la riqueza nacional,
haciendo imposible la aproximación al ideal decimonónico de la igualdad social
y exacerbando la pobreza de las clases sociales más deprimidas. Se calcula que
el Perú pierde, devorada por la corrupción, más de una decena de miles de
millones de soles anuales. Si pudiéramos describir cada una de sus modalidades,
no sólo necesitaríamos algunos tomos para exponerlas, sino que pocos de los
actores sociales escaparían de ser acusados como protagonistas activos o
pasivos, además de la gran dificultad de probarlos dado su modus operandi: la
clandestinidad, la confianza de la que gozan como guardianes honorables de la
despensa pública, el sigilo de sus compinches para lavar sus activos y su
nombre. Por ello es que afirmamos que ella se ha convertido en una cultura que
pugna por oficializarse, por salir en puntillas del armario público como rival de marido engañado, como la rata
quejumbrosa de dólares que no le hacen mella las pinchadas de nuestro desprecio
ni la pedagogía de la cárcel. Todos sabemos que el delito que antes se cocinaba
entre gallos y medianoche, ahora se amasa entre reflectores, aunque todavía no
otorga recibo; y el derecho a la presunción de inocencia de sus actores lejos
de favorecer su condena lo apaña finalmente gracias a las leguleyadas de los delincuentes
que compran la impunidad a través de la prescripción. En esta ocasión sólo mencionaremos
al soslayo a los personajes que ocupando una función clave en el amplio abanico
de los cargos públicos, o cometieron traición a la patria, o malversaron los
recursos del Tesoro, o se apropiaron ilícitamente de las propiedades públicas
y/o privadas, desplegaron una existencia social plagada de inmoralidades que
pusieron en peligro la fe nacional como los fraudes electorales, las defraudaciones,
homicidios, los contratos malditos tipo Odebrecht, el narcotráfico, los
sobornos, el tráfico de influencias y todo aquello que avergüenza al buen
ciudadano. Es muy importante el conocerlos en sus intimidades, en razón de que
puede ayudarnos a comprender muchos misterios de nuestra historia nacional y
sobre todo, a entender la idea del Perú actual: sus debilidades, sus
oportunidades, sus potencialidades, su permanente incapacidad para vencer la
barrera del sub-desarrollo (vale decir su incapacidad para vencer el círculo
vicioso de la pobreza), además de su enorme costo económico que va hipotecando criminalmente su futuro.
Tratándose
de los mandatarios del Estado peruano, la historia de la corrupción les ha reservado
un lugar privilegiado, entre muchos, a los más encumbrados como los señores … [mejor
cerramos el telón para respirar, beber un poco de agua, e inyectarnos un poco
de antídotos serpentarios]. Pero en verdad, por obvias razones de espacio, no
nos interesa ahora historiar las “hazañas” de cada uno de estos angelitos ya que lo han hecho, entre
otros, Alfonso Quiroz y Víctor García Belaúnde. Sólo con miras a contribuir a
su profilaxis, deseamos comentar brevemente el último escándalo que parece desnudar
asimismo una amplia red de corrupción atribuida a la célebre sigla PPK, cuya
letalidad no podemos todavía prever, ya que la hediondez que emana como azufre
de los quintos infiernos y ha iniciado a lastimar nuestros órganos olfativos
espirituales, están siendo mitigadas con desesperación para darlas la
apariencia de leve improbidad, calificándolas a dichas inconductas como pecadillos
veniales de picantería, en chascarros de taberna donde los parroquianos se
“tiran un tronchito”, en cuchufletas inofensivas de hormiguitas que se dedican
al contrabando en las fronteras, en negocillos coquetos con Odebrecht u OAS al
amparo de la llamada “muralla empresarial y/o financiera” para acusar luego al
fugimorismo de promover un golpe de estado con el cuento de pedir su vacancia, y
a continuación premiar a su líder histórico con dos reconocimientos de toma y
daca celebrados debajo de la mesa: como el concederle el indulto o perdón por los graves delitos cometidos en el
pasado, y el derecho de gracia que
lo blinda de toda acusación futura; y de yapa: intentar separar groseramente al
juez Concepción Carhuancho del caso Odebrecht simulando legalidad
administrativa oportuna, con la complicidad insultante a la inteligencia nacional
de los ajedrecistas de los poderes oficiales y fácticos; en suma, consolidando
una alianza vergonzante para mantenerse en el poder cueste lo que cueste y conseguir
así la impunidad poniendo de rodillas a la diosa de la justicia para
prostituirla. Es decir toda una pantomima emética que remueve de asco las
tripas de los peruanos de buena conciencia ¿Es lícito en el nuevo código moral
criollo, acusar de golpista a un grupo político rival y al mismo tiempo
celebrar con él una alianza ética contranatura de mutua supervivencia? ¿Es
honorable martirizar cotidianamente la verdad, ignorando el derecho de los
deudos a gozar de la paz procurada por una pasajera justicia (como el suscrito
que perdió a su hermano más querido), para luego hablar sin remordimientos de
reconciliación? ¿Puede un hombre normal vivir en paz y dignidad recordando a
sus seres queridos humillados, despedazados y convertidos en ceniza por el
deporte perverso del asesinato que practicaron algunos pseudo-revolucionarios y
militares aleves? ¿A esto lo llaman indulto humanitario? ... ¡Ojalá esté
equivocado en mis sospechas! ¡Deseo por nuestro Perú, que mis pálpitos no sean
ciertas!
En
el gobierno local de la provincia de Cangallo, en la región Ayacucho, se
replica en chiquito, como en un espejo cóncavo reductor, lo que sucede en el
país. Confiados en que el enorme aviso del Ministerio Público colocado en la
Av. Abancay, podía ser una eficaz alternativa para frenar la corrupción local,
cuyas “hazañas” las enumeramos en un artículo publicado el 9 de julio de 2017
en este mismo periódico virtual con el título de “LA FARSA DEL DIA DE LA
CREACIÓN POLÍTICA DE CANGALLO”, presentamos ante la oficina del Ministerio
Público, y con la firma del autor de esta nota, hasta tres denuncias contra el actual
alcalde provincial, esperanzados de que las mismas podían contribuir a frenar
el carnaval de inconductas advertidas por toda la colectividad cangallina y
confiados en que la autoridad tutelar del ramo podía cumplir su deber en
concomitancia con sus leyes orgánicas y los mandatos del Art. 159 de la
Constitución que obliga a la fiscalía responsable “promover de oficio o
a petición de parte, la acción judicial en defensa de la legalidad y de los
intereses públicos tutelados por el derecho” y en casos de flagrancia “ejercitar
la acción penal de oficio o a petición de parte”, sobre todo en los
referidos a la presunta comisión de los delitos de apología del terrorismo y la
consecuente malversación de fondos (Ver trabajos de Nieto de Gregori sobre el
asunto). Pero, este es un tema que abordaremos en otro artículo, después de beber
un antídoto contra el escepticismo y después de imbuirnos más sobre los
pormenores del intríngulis histórico ocurrido en Cangallo, Huamanga y Huanta,
en 1969, bajo el canon de que nosotros exponemos los hechos y la autoridad
fiscal, las calificaciones de derecho, como se deduce de la invitación
propuesta por el Ministerio Público en su sede central limeña. Sin embargo, en
resumen, podemos decir que las tres denuncias fueron archivadas
definitivamente, sin derecho al pataleo, aprovechando la breve ausencia del
suscrito para atender periódicamente los requerimientos de su salud amenazada y
de paso publicar un libro dedicado a los heroicos morochucos, cuyas hazañas
fueron silenciadas illo tempore por
los que manejan incluso los hilos de la historia. Para el acaso informativo a
la colectividad cangallina, cada una de las mencionadas denuncias fue
sustentada con las pruebas objetivas e indubitables del caso. Se me ha
informado paralela a mi requerimiento de contar con el texto de la decisión
fiscal que invalidó de un plumazo tres de las últimas denuncias de las cuatro
formuladas en el 2017 (una en la fiscalía de Huamanga y tres en la de Cangallo),
que la notificación fue dejada en mi jardín domiciliario al abrigo de los
fantasmas que se nutren de papeles, y adosado como premisa el expreso mensaje
subliminal de que las denuncias falsas son castigadas con la prisión de cuatro
años. Sin embargo, tengo todavía la esperanza de que este caso sea interrogado al
Sr. Fiscal de la Nación por los congresistas que nos representan a los
ayacuchanos, cuando sea interpelado próximamente, para así contribuir a la
gobernabilidad de la República y coadyuvar también al triunfo de la justicia
que, por ahora, se halla mendigando el arbitraje justo de sus custodios. Si la
demanda escapa al interés del Congreso, abrigamos también la esperanza de que
las acciones del gobierno local cangallino sean investigadas por la Contraloría
General de la República. Son muchas las inconductas que se difunden sotto voce y que afectan la
supervivencia digna de la provincia declarada por los Libertadores San Martín y
Bolívar como heroica, y a sus habitantes (los altivos morochucos) como
FUNDADORES DE LA LIBERTAD DEL PERÚ. Estamos hartos de que los últimos alcaldes
hayan tenido problemas con la justicia y que ésta sea solamente punitiva y no
reparadora ni educativa; hartos de que Cangallo se haya convertido en el vergel
de las mafias electoreras de toqra y ojotas, sin que nadie sienta santa
indignación. Encerrarlos a tres de ellos en la cárcel sólo ha significado, en buen
romance, vacaciones pagadas de unos escasos años en las fondas del presidio,
para luego ser compensados con el disfrute de los millones de soles amasados
ilícitamente, hasta el fin de sus días. Vagos testimonios son los cimientos
ruinosos del Coliseo Deportivo dejado por el ex-alcalde Percy Colos, y la caricatura
de mercado de abastos abandonado a su suerte que deja el actual burgomaestre Pabel
Bellido, pero que ambos le costó a la nación ingentes recursos dinerarios, que
bien pudo invertirse en la lucha contra la anemia y la mejor educación de los niños
del campo. Si amamos a nuestra tierra y a nuestra patria, debemos luchar por
ellas sin miedos ni minusvalías, sobre todo hoy que están siendo infectadas por
el pus de la corrupción. Somos indios, pero indios de mente abierta y corazón redimido
por la esperanza, no ya los tímidos yanacones que daban de comer arrodillados al
obeso patrón, sin dudas ni murmuraciones.
Max Aguirre Cárdenas
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