Seguramente
anteayer martes 26 y el miércoles 27 de noviembre de 2019, respectivamente, fueron
dos de los días más tristes de mi vida, pero sobre todo ayer 27. Y no porque
debía alegrarme el recuerdo de la victoria en Tarapacá del mariscal cangallino
don Andrés Avelino Cáceres, la única obtenida en la llamada Guerra del Pacífico
contra las fuerzas chilenas asistidas al disimulo por Inglaterra, sino porque
las victorias de Pucará, Marcavalle, Concepción y Sangrar, obtenidas en la
sierra por nuestros guerrilleros indios y el concurso de algunas unidades
militares, dirigidas por El Brujo de los Andes, fueron solamente victorias pírricas
de resistencia que postraron finalmente a los peruanos a los pies del invasor
en la cita bélica de Huamachuco. El Perú había sido herido ya de muerte en la
guerra costera y los combates marítimos, facilitados por la traición de los
bolivianos, los delitos de lesa patria de Mariano Ignacio Prado y las torvas decisiones del dictador Nicolás de Piérola y el innombrable
Miguel Iglesias, que aprovecharon la coyuntura de anarquía y crisis para dividir
a los peruanos y capturar el poder, en lugar de buscar su unión y hacer frente
a la invasión chilena premeditada desde años atrás, como la fémina que no quiere
que nos vayamos, pero que tampoco quiere que nos quedemos.
En resumen: los chilenos nos sometieron
a su antojo, hurtaron nuestras riquezas, violaron a nuestras mujeres, se
apoderaron de una parte importante de nuestro territorio, nos hicieron firmar a
la fuerza –con la ayuda de sus conmilitones peruanos- un tratado que al final
ni siquiera respetaron; nos hicieron pagar sus gastos de guerra y un siglo y medio
después volvieron a invadirnos, pero esta vez ya no con cañones y acorazados de
última tecnología, sino comprándonos estratégicamente algunos de nuestros
puertos, transportes ferrocarrileros, aeropuertos para el uso de sus propios aviones,
haciendas agrícolas, destinos turísticos, hoteles, áreas urbanas para instalar gigantescos emporios
comerciales, invitando al Estado benefactor peruano a construirles un gran
gaseoducto para llevarles hasta la puerta de su país el gas de Camisea, y finalmente llevándose a centenas de miles de
nuestros paisanos a realizar las tareas domésticas que ellos –como los gringos
norteamericanos y europeos− ya no quieren desempeñar por estimarlos ser oficios
de la plebe menesterosa (Claro, metiéndonos antes en la sesera la doctrina bobalicona
de que todo trabajo, por más humilde que sea, y por más mendrugos que te
ofrezcan, es dignificante).
Pero aquí no queda la cosa: Después
de las deshonras sufridas con Chile, la plutocracia peruana y sus mercenarios (que
ahora sabemos sin asomos de duda −merced a los últimos escándalos de la Confiep,
la banca nacional, el Club de los Constructores, todos en acuerdos mafiosos con
Odebrecht− que ellos dictan a través de sus congresistas jornaleros las leyes
peruanas y recuperan por estos medios sus inversiones elevadas al triple o al
cuádruplo, y que también determinan los contenidos de la educación que brinda
el Estado para preservar sus intereses y el statu
quo social), nos han enseñado que debemos respetar sagradamente los códigos
de la caballerosidad que implica la firma de los tratados internacionales, y
aceptar que lo de Chile fue un accidente infausto, pero resultado lógico del
derecho de conquista del invasor-vencedor. No nos dijeron que fue una
obligación urgida por los intereses geopolíticos expansivos del Estado chileno
que en ese momento codiciaba secretamente el salitre y el guano
peruano-bolivianos que se encontraban botados en la zona desértica de Atacama, pero
que poco después se revelaría como el territorio aparentemente paupérrimo que
poseía en sus entrañas el más grande emporio minero de cobre de América (El
Teniente, Chuquicamata y el Salvador, que producen hoy más del tercio de la
riqueza cuprífera mundial). No nos dijeron que hasta la guerra de la
independencia cuyo ciclo final fue financiado por ellos y la “chanchita”
disimulada de los banqueros ingleses, más el concurso de sus soldados y los de
los vecinos argentinos, fue un ardid para garantizar la independencia propia y
por la que tuvimos que resarcirles más tarde una deuda onerosa honrando un
tratado que no firmamos nunca y que ahora los historiadores-asalariados hacen
aparecer como una prueba de la tesis de la independencia concebida, concedida y
obtenida por los mapochos, a título de una explicación científica rigurosa y
objetiva. Pisar el palito ingenuamente cuesta. Y lo hicieron nuestros
diplomáticos que carecieron de talante triunfador.
Si una invasión y sus efectos
victoriosos generan un derecho, y consecuentemente también una ética del deber
¿por qué los peruanos no nos preparamos e invadimos, por ejemplo, el Estado
Vaticano (apenas resguardado por la guardia suiza y un papa acalambrado de
tanto arrodillarse), Liechtenstein, Mónaco, Andorra, Panamá y otros paraísos
financieros (inmensas cornucopias que defecan dinero hasta por gusto) donde
nuestros cleptócratas ocultan en clave cifrada los bienes dinerarios conseguidos
a costa de nuestros sudores y la plusvalía de nuestro trabajo? Como nunca, deberíamos
recordar desde hoy que la razón de la que hacen gala las sociedades humanas más
civilizadas, surge de las entrañas de la violencia; que el derecho nace siempre
por la vulva del poder económico o militar, es decir: es siempre una teoría y
un código dictados por los vencedores.
¡Entonces preparémonos para ser tales!
Dije que los chilenos nos invadieron
a su antojo. En efecto, los “rotos” llegaron también hasta Huanta y Cangallo. En la
primera de las nombradas –exceptuando a los indios iquichanos que por fortuna
habían sido convencidos por Cáceres a defender la Patria− sus ciudadanos y sus
autoridades les dieron la bienvenida y colaboraron con el jefe mapochino Martiniano
Urriola con la mayor predilección, tributándoles recursos y preciosa
información de inteligencia militar. En Cangallo, llegaron hasta Chuymay, a
orillas del río Pampas, pero no se enfrentaron con los indómitos morochucos que
estaban combatiendo con el Brujo de los Andes en la campaña de la Breña,
dejando de lado sus odios con sus rivales iquichanos. Patricio Lynch hacia algo
parecido en la costa norte peruano, destruyéndola y saqueándola a más no poder
con el aval frívolo del civilismo y un ejército peruano disminuido y domado. Ya
en el epílogo de la guerra, los morochucos –exhortados por el coronel
ayacuchano Francisco Mavila que brindó los recursos financieros y el coronel José Miota que colaboró con su instrucción militar− reunieron a sus
guerreros y asistieron a defender a la Patria en San Juan de Miraflores el 13
de enero de 1881. De los cuatrocientos que fueron, retornaron apenas ocho,
encabezados por el viejo guerrillero Diego Méndez, aunque cuando convocaron
Mavila y Miota, se presentaron tantos que excedieron las posibilidades
económicas del auspiciador ayacuchano, razón por la que tuvieron que prescindir
de los no seleccionados al azar, quienes retornaron a sus lares cangallinos,
prestos a combatir si se les llamaba. En agradecimiento a estos mártires y
recordando también el heroísmo del niño Julito Gabroche que dio también su
cuota de honor en esta desgraciada guerra a la que nos llevaron los miserables
que la historia los tiene marcados, transcribiré en la parte final la
descripción hecha por Carlos Mendívil Duarte, sobre la participación heroica de
los morochucos en las infaustas batallas de San Juan y el reducto de Miraflores contra las
huestes de Baquedano. Lo que no sabremos nunca es lo referente a la
participación de los cangallinos en la campaña de la Breña, pues es sabido que
el mariscal Cáceres tenía en sus filas preferentemente a guerrilleros
morochucos e iquichanos; fue pues el San Martín de Porres cangallino que hizo
comulgar del mismo cáliz a huantinos y morochucos.
Empero, no solamente era este recuerdo somero de la
victoria de Tarapacá y el marco histórico en que ocurrió, lo que deseaba
transmitir a los cangallinos para que reflexionen; sino que quería además hacerles
ver cómo las injusticias más graves pueden también ocurrir en pequeño como en
el caso de las provincias de Cangallo y Huanta. Intentaré precisar una de éstas en el breve
espacio que me queda:
Creo que nadie ignora ya, que la suprema
adalid de las luchas independentistas del Perú en la intendencia de Huamanga
fue la provincia de Cangallo y que, por el contrario, la provincia de Huanta
fue la adversaria más tenaz de las mismas. Sin embargo, pocos saben que
Huamanga y Huanta fueron las provincias más premiadas infraestructuralmente por
el Estado peruano y otros países amigos, mientras que Cangallo fue la
cenicienta de estos reconocimientos materiales, todo porque su altivez les
impedía hincarse de rodillas y extender el tarrito de hojalata para recibir unas
monedas (Ver mi artículo “Los
bicentenarios de la independencia del Perú y la batalla de Ayacucho: Cangallo
en la encrucijada de la ingratitud del estado peruano”, en mi blog “En busca del tiempo perdido” o en mi
muro de Facebook “La voz de Santa Rosa de
Cangallo”. También puede ser útil todavía, mi antiguo artículo publicado en
el mismo blog: “Cangallo: Víctima de la
ingratitud del Estado Peruano. El problema de nuestras vías de comunicación”).
Últimamente, dos eventos de
importancia cívica ocurrieron en nuestra ciudad; como anotamos: uno, anteayer, o
sea el martes 26, y el otro, ayer miércoles 27. Muy pocos ignoran que los
ayacuchanos estamos pendientes en torno a las medidas que se dictan en los tres
niveles de gobierno para celebrar dignamente los bicentenarios de la
independencia del Perú y la batalla de Ayacucho. Como dijimos, casi nadie desconoce
ya que Cangallo fue la gran protagonista de las epopeyas guerreras de nuestra
independencia; pero, paradójicamente, casi todos no saben que fue la provincia
que jamás recibió un centavo en la repartija de los centenarios y los
sesquicentenarios cuyos únicos beneficiarios fueron Huamanga, Huanta y Quinua. A
la descripción de estos sucesos he dedicado ya muchos libros y un sinnúmero
de artículos. Y sigo en la brega, investigando sin tregua y venciendo
enormes dificultades de todo orden.
Cuando el anterior gobierno
regional promulgó la ordenanza N°
023-2011-GRA/CR, que declaraba el 7 de
octubre como Día Jubilar de la Heroica Provincia de Cangallo y encargaba al
mismo tiempo a la UGEL Cangallo, a través de su Art. Tercero, que las instituciones educativas de la
localidad efectúen las actividades conmemorativas del bicentenario de la jura
cangallina (que implicaba indirectamente
incorporar en el currículo educativo la historia de Cangallo como uno de sus
contenidos), abrigamos la esperanza de que se abría para nuestra provincia las primeras
cortinas identitarias del progreso. Nos equivocamos, pues la contumacia de las
autoridades educativas locales de entonces, jamás les permitió comprender su
inspiración doctrinaria, y la norma no pasó de ser un saludo a la bandera por
la desidia de aquéllas. Los miembros de la Comisión de entonces no denunciamos
por desacato ni al director de la Ugel ni a los directores de los centros
educativos, por estimar que la aprehensión de los valores cívicos debe seguir
un curso pedagógico no represivo.
El martes 26 de noviembre arribó a nuestra ciudad-capital de provincia, un
equipo de funcionarios del Ministerio de Cultura para evaluar si la titulación
obtenida de Patrimonio Cultural de la Nación de la fiesta denominada
popularmente como la Bajada de Reyes, está siendo cumplida en todo lo que la
norma puso como condición para su periódica revalidación. Muchos ciudadanos
pensábamos que el equipo venía a poner las bases para que por fin la ciudad tenga
la parafernalia mínima para fomentar una vida cultural plausible como por
ejemplo una biblioteca pública equipada con Internet, un centro cívico para la
práctica de actividades artísticas, clubes juveniles, publicación de libros y
revistas, formación musical de los educandos, formación de coros infantiles y
juveniles, difusión de la rica tradición musical huamanguina, cursos y talleres
de proyección social, recopilación y mejoramiento del acervo gastronómico, mantenimiento
de la diversidad identitaria de la vestimenta de sus diversos pueblos, etc., pero
sobre todo a informarnos en torno a las actividades y obras que Cangallo merece
como protagonista fundamental para el logro de la independencia nacional y el
triunfo del Perú en la batalla de Ayacucho, pero que fue privada injustificadamente
en las celebraciones de los centenarios y los sesquicentenarios, ya que la
autoridad ministerial de Cultura, por mandato del Decreto Supremo N°
004-2018-MC es la encargada oficial a nivel nacional para formular la agenda de
conmemoración del bicentenario de la independencia, encargada de ejecutar, articular y dar seguimiento a las acciones requeridas
para dicha conmemoración, además de formular la política de acciones y obras
que deben ejecutarse. La reunión acabó
en un sainete interminable de que la fiesta de los reyes magos debe ser así o
asá, que el primer promotor de la fiesta fue tal o cual, que su vestimenta debe
ser diferente al de allá y/o acullá, que su lugar de origen fue Qotoray y no Yuraqyaku,
que sus modificaciones, que los cargontes, que lo belenes, que los danzantes, que
los músicos, que las canciones, que las máscaras, que los zapatos bicolores, etc.
etc., pero, en resumen, nada sustantivo si se tiene en cuenta que, como los
carnavales, las fiestas navideñas que se
celebran en muchas decenas de pueblos del territorio nacional son totalmente de
origen europeo traído por los conquistadores, y que, de ser una fiesta
religiosa se ha convertido en una bacanal pagana, donde el alcohol y hasta las
groserías de los clown (o “machus”),
se han convertido en costumbre de apariencia civilizada. Alguien pidió que la
danza navideña cangallina sea declarada patrimonio inmaterial de la humanidad ¿Y de la urgente necesidad de contar con una
comisión cívica de celebración de los bicentenarios, y las precauciones que
deben tomarse para que Cangallo no sea nuevamente ignorada en las atenciones
del gobierno que ha prometido gastar la enorme suma de 35 mil millones de soles
estos últimos cuatro años en obras de infraestructura?, ¡Absolutamente nada! Mientras
tanto, la provincia sigue hundiéndose más y más danzando en el lodazal de la
decadencia.
La segunda reunión del día miércoles
27 de noviembre realizada para llevar a cabo una sesión ordinaria
descentralizada del Consejo Regional, fue asimismo, un sainete deficientemente estructurado,
pues se inició con una estación de pedidos de los asistentes que degeneró en
una demanda de obras interminable: primero lo hicieron los alcaldes
distritales, luego los funcionarios de los distintos pliegos, los dos
subprefectos que tiene Cangallo que olvidaron cantar en dúo, los secretarios de las
distintas organizaciones sociales, y finalmente la ciudadanía toda que se
entregó, como subrayé, a un festival de
solicitudes de obras, pese a que la presidenta del Consejo (la más destacable
por su solvencia) había recalcado que ellos únicamente legislaban y/o fiscalizaban. Después de un receso de una
hora para que los consejeros ingieran sus alimentos, prosiguió el embate verbal
inocuo ya con escasos oyentes y felizmente con la presencia del alcalde
provincial que arribó con su acostumbrada solemnidad cuando estaba por concluir
el certamen, razón por la cual se limitó a saludar protocolarmente a los presentes.
De las obras que deben ejecutarse con motivo de los bicentenarios, no dijeron ni
pío; la absoluta nadería fue interrumpida por el regalo de suculentos quesos
que los consejeros recibieron alborozados por la generosidad de alguna ignorada
comunidad que también querría obras. Los dos consejeros que representan a
Cangallo, lamentablemente parecieron haber nacido en Paita; uno solo de ellos
prometió ayudar a la mediocre institución local forjadora de educadores, para que tenga un
mejor local y así enfrentar con posibilidades de éxito la nueva calificación
evaluativa que se anuncia. Para despertar nuestra indignación amodorrada por el
cacofónico bla bla bla, se hizo el anuncio de que para las obras de Cangallo para
el ejercicio presupuestal del 2020 se había destinado la cantidad monumental de
19 millones con setecientos mil soles; es decir una mísera limosna, un mendrugo
de piedad para una provincia que exhibe
en todos los órdenes cifras al extremo lamentables. La lógica justificatoria
que escuché fue que si un gobernador regional cangallino no hizo nada durante
dos períodos de gestión, excepto honrarnos con sus hazañas cacolátricas, por
qué el ahora gobernador regional huantino debía resarcirnos en obras de infraestructura
que ayuden a romper el círculo vicioso de la enorme pobreza subregional, por
más que Cangallo haya sido la provincia que más contribuyó en el logro de
nuestra independencia y por más que ella derramó hectolitros de sangre de sus
hijos y perdió también todo su patrimonio en aras de nuestra libertad? Por
ello, no dijeron nada sobre las obras que se ejecutan por el bicentenario en
las localidades de Ayacucho y Huanta, es decir informarnos los costos del Gran
Parque del Bicentenario de Acuchimay en la ciudad de Ayacucho y los locales en
Huanta del Colegio Mayor, el colegio María Auxiliadora y el nuevo Hospital que,
según algunas fuentes informadas, sobrepasan en conjunto más de mil millones de
soles. Esperamos que la autoridad competente nos informe en armonía a la Ley de
Transparencia para mitigar el dolor de la nueva bofetada.
El clima de malestar social después
de los anuncios hechos, hizo juego con los nubarrones negros que pronto
aparecieron en el horizonte norte cangallino. Según parece, la indignación que
ha generado esta inminente nueva postergación de la provincia, similar o con
más saña a las realizadas con motivo de los dos centenarios y los dos
bicentenarios de la independencia del Perú y la batalla de Ayacucho, está
alimentando con combustible de acto octanaje los planes para la realización de
una GRAN MARCHA DE LOS MOROCHUCOS que, según noticias divulgadas sotto voce superará a la MARCHA DE LOS
CUATRO SUYOS del apu cabaneño Toledo, que hizo humo en un santiamén la donación
del multimillonario Soros. La ciudadanía debe conocer que la burocracia
ministerial y los paniaguados alanistas incumplieron flagrantemente la ley N°
24995, por la cual se ordenaba la construcción de la carretera pavimentada de
Ica, Quimsacruz, Huancasancos, Huancapi, Cangallo, Ayacucho. El gobernador regional,
Sr. Rúa, tuvo recientemente conocimiento del asunto, pero como no asistió al
evento de marras, no sabemos positivamente si tiene voluntad política de
cumplir dicho mandato legal. Algo más: Para el bicentenario de 1821, deberá
editarse mi libro “El CICLO INDEPENDENTISTA HUAMANGUINO”, donde describiré las más de veinte batallas y escaramuzas sostenidas por los morochucos en aras
de la libertad peruana; los mandatos incumplidos por el Estado Peruano a favor
de Cangallo, principalmente el decreto del Libertador San Martín de 27 de
marzo de 1822, publicado en la Gaceta de Gobierno de la misma fecha, que mandaba reconstruir la Plaza Mayor de
Cangallo y erigir un Monumento a la Libertad en el que se inscriban los nombres
de los mártires de la libertad peruana. También se valorarán los siete premios simbólicos
obtenidos como reconocimiento de los libertadores y presidentes extranjeros a
las proezas de los cangallinos, en
contraposición a los mandatarios peruanos que jamás entendieron el valor pedagógico
de los símbolos generadores de identidad bienhechora y su correlato magnético para
la industria turística.
Retornando al tema de la Gran Marcha
de los Morochucos, personalmente, y teniendo en cuenta las debilidades
espirituales de la nueva generación de cangallinos, no creo en la pamplina de su
realización en razón de que nuestros gobernantes están inmunizados contra los
valores patrióticos y tienen una epidermis de cuero a prueba de pellizcos morales;
no creo que ahora hayan nuevos “verde
llaqes”(*) que tengan el cariotipo de los míticos huallinos de
Milley, tampoco cangallinos con el ADN heroico de nuestros abuelos, dispuestos
a jugarse la vida por dicha causa.
Si este rumor fuera cierto y
esté equivocado en mis juicios; yo, que
todavía siento tener las fibras guerreras de los antiguos manes morochucos y no
he perdido la virtud de la indignación, estoy dispuesto a insurgir por una
nueva sociedad, por un nuevo contrato social, empero sin declararme
necesariamente revolucionario fundamentalista ni hacer apologías extremistas ni asumir poses iconoclastas. Los
numerosos acontecimientos políticos y policiales en el país de estos ocho
últimos años: presidentes cleptócratas, magistrados del poder judicial
infectados con el mal de chagas espiritual, congresistas doctorados en artes de
alcantarilla, alcaldes, funcionarios y ciudadanos que respiran como cosa
natural el monóxido de la corrupción, el crimen y el irrespeto a los derechos
humanos, la fragilidad de la conciencia ética de nuestras propias mujeres que
antes nos sobornaban besándonos no la billetera, policías recolectores de peajes ilícitos,
etc. … me han convencido de que vivimos en una República falaz, que la
democracia de la que me sentía orgulloso es el cacumen de la fetidez y la
descomposición social; y hasta estoy aprendiendo a tener vergüenza de identificarme
con la otrora gallarda nacionalidad peruana que antes lo declaraba con orgullo
y altivez, disminuido en mi ser como en aquellas épocas en que humillado debía
demostrar que no era portador de las
bacterias del cólera ni era senderista ni narcotraficante, y me veía obligado a
decir casi entre sollozos que era peruano de los buenos, que era descendiente
de los valientes abuelos de la heroica Cangallo del Perú, pues así les
recordaba que había también una pequeña villa llamada Cangallo en la provincia
de Buenos Aires (Argentina); otra en plena ciudad de Buenos Aires conformando
una de sus más grandes avenidas y albergando la casa de la extinta esposa del
Libertador don José de San Martín donde tuvo que hospedarse al despedirse del
Congreso Peruano que él había instalado y antes de marcharse al exilio con su
adorada hija Mercedita a Boulogne sur Mer; otra Cangallo era el palacio de los
masones argentinos; otra se hallaba en Arequipa, lugar donde se realizaron dos
grandes batallas, una de las cuales la narra Flora Tristán; otra, en la
altipampa collavina, cerca a Ayaviri; otra en el camino colonial a la ciudad de
Ayacucho, entre Pumaqawanwa y Matara; y otra en el Sagrario de mi corazón donde
vive mi madre.
_________________
(*) Se
autonominaban “verde llaqes” (“hojas
verdes” en español), los habitantes del Benemérito distrito de San Pedro de
Hualla, de la antigua provincia de Cangallo, hoy Fajardo, que en la guerra de la independencia peruana
contra los recluteros hispanos y sus conmilitones iquichanos, se sentían
poseídos por el espíritu de sus antecesores míticos para generar fuerzas
renovadas para combatir contra sus enemigos, en forma análoga a los pimpollos
que brotan desde los troncos viejos de los árboles para dar origen a uno nuevo.
Eran pues los redivivos “taqui onqoy” de la emancipación:
guerreros energizados espiritualmente con el poder heroico de sus antepasados.
Cangallo,
28 de noviembre de 2019.
A
N E X O
SAN JUAN DE MIRAFLORES Y LOS MOROCHUCOS
13 de Enero de 1881
13 de Enero de 1881
Por
Carlos Mendívil Duarte
En la guerra con Chile la suerte no fue tan pródiga
para los morochucos como en la campaña Libertadora. La victoria escatimó sus
laureles para con los que supieron escribir una página gloriosa de nuestra
historia al rendir sus vidas en su totalidad, episodio tal vez ignorado para la
gran mayoría. Estos pampinos, fieles a su tradición prefirieron morir como
verdaderos héroes, en la ofensiva, antes que ceder una pulgada de terreno en el
cumplimiento de su deber, legando así un recuerdo imperecedero de honor y
abnegación a toda su raza.
El que fue mi estimado amigo, señor Elías Mujica
Carassa, recuerda haber oído hablar sobre la actuación de los morochucos en
Chorrillos, fue el primero que me proporcionara algunos informes que me
interesaron grandemente.
Comencé a
recopilar datos en fuentes de toda veracidad, como deben ser considerados los
sobrevivientes de aquellas recias jornadas, a saber: los Coroneles J. L.
Meneses, Juan Nieto; los Comandantes Rodolfo Acevedo, José M. Román, Lizardo
Luque y los Sres. Octavio Ayulo y Carlos Romero, Director de la Biblioteca
Nacional; así como de los residentes de la ciudad de Ayacucho. Todos ellos
confirmarán, lo que recibí de labios del propio morochuco Diego Méndez, uno de
los ocho que quedaron con vida de todo un regimiento. No obstante su avanzada
edad, era admirable ver el entusiasmo y la energía con que me contaba los incidentes anteriores
y posteriores a este día, así como también la forma como iban cayendo sus
compañeros fulminados por el plomo enemigo, pudiendo mi imaginación reconstruir
en todo su horror aquel panorama tétrico, del cual fueron protagonistas
aquellos soldados que llevaban en sus corazones sólo generosidad puesta a
prueba en toda la campaña.
He hilvanado dichos relatos para rendir admiración a
estos jinetes que en todo momento en que la Patria reclamara su concurso,
supieron cumplir y que hasta hoy viven y siguen desarrollándose tal como antes,
en un ambiente de pujanza y virilidad. Así como para estos veteranos que, cual
reliquias sagradas, el tiempo los guarda con vida, aunque cargados con el peso
de los años y que fueron víctimas de nuestra falta de previsión, organización y
de bastardas ambiciones políticas.
Conservamos los nombres de estos sobrevivientes, en
el nacarado estuche de nuestra admiración y gratitud, lo mismo que el del
morochuco Méndez quien hasta hace poco vivía, en la pampa sembrando para los de
mañana la semilla del honor y amor patrio que heredara de sus antepasados y
tanto más admirable si se tiene en cuenta que no obstante el derecho que le
asiste, jamás recurrió ante los Poderes del Estado en demanda de una prebenda,
contentándose, una vez cumplido su deber, con retornar al lado de los suyos portando
el manojo de laureles de los que vendieron caras sus vidas, y que a modo de
leyenda, bulle en la mente de los morochucos jóvenes al ritmo de su existencia
llena de peligros.
El coronel Francisco Mavila, ayacuchano de
nacimiento, hombre ponderado, valiente y por demás generoso, respondió al
requerimiento de la nación, no sólo con su persona, sino también con su
patrimonio sin pensar en el mañana, ayudado eficazmente por el coronel Pedro
José Miota, de origen cuzqueño, costearon la formación de un cuerpo de
infantería con el nombre de Batallón Ayacucho y otro de caballería con los
morochucos.
Para formar este último cuerpo, buscaron campo
propicio en Pampa Cangallo, residencia de los eximios caballistas, por quienes
el coronel Mavila profesaba verdadera admiración. El llamamiento fue
excesivamente halagador para el orgullo de ambos militares por el crecido
número de voluntarios que se hicieron presentes, portando sus caballos, lanzas
y arreos.
El entusiasmo para formar este primer cuerpo fue tal,
que ambos Coroneles se vieron precisados a mandar ejecutar el concebido paso
adelante y como todos sin distinción de edades lo hicieran, hubo necesidad de
escoger a los más jóvenes y entre estos se sorteó el número que los recursos de
ambos los limitara.
Llevados a la ciudad de Ayacucho, fueron recibidos
con un entusiasmo indescriptible y se bautizó el Regimiento con el nombre de
“Los Morochucos de la Muerte”, las insignias que eran una calavera entre dos
canillas, a iniciativa de su alegre Coronel Miota. Fue mandada hacer en
“badana” blanca para las banderolas
rojas, y negra, para las blancas, que llevaban en la punta de sus lanzas.
Como Primer Jefe del Regimiento de los “Morochucos de
la Muerte” fue reconocido el Coronel Miota, que paseó por las calles de Lima su
uniforme de paño negro con un Sol bordado en oro en el dorso de su dorman, y
como Oficiales numerosos jóvenes de la ciudad de Ayacucho. Los uniformes del
Batallón Ayacucho y el de los morochucos fueron confeccionados por todas las
ayacuchanas sin distinción de clases, con una tela que en esos lugares la
llaman “jerga” que es una trama de hilos de color gris y negro, tejidos en los
telares rústicos de madera que suelen usar en toda la Sierra para esta
manufactura. Los morochucos en lugar de kepíes llevaban gorras de pieles de
distintos animales, como alpacas, vicuñas, pumas, etc., en forma muy parecida a
la que usan los cosacos, con el distintivo del cuerpo.
Después de un mes de adiestramiento en Ayacucho,
partieron estas tropas rumbo a la capital el 12 de Octubre de 1880, para llegar
a su destino, veinte días después de un penoso viaje por la inclemencia del
tiempo en épocas en que las aguas se adelantan.
La entrada a Lima la hicieron por el lado de
Maravillas, a las 7 p.m., y su llegada constituyó una verdadera novedad en la
capital. Su paso por las calles fue festejado con gran júbilo y en su recorrido
llegaron hasta la Plaza de Armas, Jirón de la Unión, para luego dirigirse por
la Avenida Grau, camino a su campo de concentración, sito en unos potreros de
la hacienda Manzanilla, donde acamparon a su manera, formando sus carpas con
los ponchos que a modo de caronas traían en sus cabalgaduras. Lo que más llamó
la atención en la ciudad, fueron los uniformes, su alta talla, al igual que el
de su Jefe el Coronel Miota, siendo casi todos blancos que montaban en típicos
caballitos e ignoraban el idioma castellano, motivo por el cual tuvieron que
buscar jefes instructores que conocieran el quechua.
A los dos días de su llegada, los morochucos fueron
revistados por el Jefe Supremo don Nicolás de Piérola, quien arengó a estos
valientes que venían a luchar al igual que todos sus hermanos, mientras lo
Coroneles Mavila y Miota recibían las felicitaciones por haber alistado con sus
propios recursos el Batallón Ayacucho, así como a los legendarios guerrilleros
de Pampa Cangallo.
En la madrugada del 13 de Enero de 1881, los chilenos
avanzaron sobre la línea de la vanguardia peruana, presionando el ala izquierda
y el centro, obligándolos a retirarse en dirección a Barranco y Miraflores. Las
tropas chilenas de la División Linch avanzan comprometiendo el ala derecha,
comandada por el coronel Iglesias, es en este momento que el coronel Miota
recibe órdenes de cargar con sus morochucos y sostener la retirada del ejército.
La orden fue cumplida hasta el sacrificio; estas tropas lanza en ristre,
cargaron con tal ímpetu y valor que el saldo fue pavoroso. Unos cuantos
morochucos, muertas sus cabalgaduras, se retiraron hacia Chorrillos para seguir
combatiendo.
Fue designado instructor de este cuerpo el Coronel
Napoleón Valdez y varios Oficiales en calidad de destacados a los morochucos de
la Muerte.
Distribuido el armamento por demás deficiente, pues
eran rifles de fulminante marca “Minie” que se cargaban por la boca a modo de
escopetas para los del Batallón Ayacucho, y los de este tipo recortado a modo
de carabinas, para los morochucos, también fueron dotados de algunos sables,
mientras el resto tenía que utilizar las lanzas traídas desde Ayacucho.
Antes de que las tropas salieran a combatir, se
organizó un desfile que partiendo de la Alameda de los Descalzos, siguió por
los jirones centrales. A la cabeza de estas tropas marchaba un pelotón de
morochucos batidores. Terminado este acto regresaron a su campo de
concentración y tras un descanso, entrada la noche, partieron por el camino de
San Borja, Canto Grande hasta llegar a Villa.
En este punto le fue señalado al Coronel Mavila, Jefe
del Batallón Ayacucho su zona defensa y los morochucos situáronse en la
retaguardia para sostener por su movilidad, cualquier situación imprevista en
algún punto de la línea. Sus cabalgaduras se hallaban a cubierto por las
totoras que abundan en dichos pantanos. Por una orden posterior, tuvieron que
ocupar las trincheras construidas en el pico de los mamelones, que domina Villa
hacia San Juan. Estas trincheras fueron pésimas por su construcción, pues se
utilizaron piedras con escasa arena, motivo por el cual los proyectiles enemigos que caían en ellas destrozaban los
cantos que al salir despedidos producían grandes bajas.
Del regimiento pampino compuesto de cuatrocientas plazas, sólo ocho regresaron con vida a disfrutar del calor de sus hogares y al paso del tiempo, seguir contemplando llenos de melancólica tristeza, los pobres ranchos de los compañeros que jamás volvieron.
Según cuenta
el morochuco Méndez, siguió combatiendo valientemente en Chorrillos hasta las
cinco de la tarde en que, completamente rodeado y presintiendo su fin al ver a
los soldados de Baquedano avanzar repasando a los heridos, se resguardó en una
trinchera, muy cerca de la población, sin más compañía que la de un herido de
gravedad y varios cadáveres. A Unos treinta metros del sitio en que se
encontraban, hacia el lado izquierdo, yacía un oficial de alta graduación
víctima del combate. Pudo presenciar Méndez que los chilenos que se dirigían a
la trinchera en que se encontraba, desviaron su ruta a la vista del cadáver del
oficial. El morochuco Méndez salvó de perecer ante la superioridad numérica, porque
los soldados se enfrascaron en una disputa y avanzaron discutiendo, dejando
atrás la trinchera desde la cual Méndez esperaba su último combate.
Cuando se perdieron de vista camino a la ciudad de
Chorrillos, el morochuco permaneció entre el hoyo de la trinchera auxiliando al
herido y esperando llegara la noche para retirarse hacia Lima con su compañero
a cuestas. No pudo cumplir su noble propósito, porque momentos después, éste
fallecía. Con la claridad de la noche, contemplando los resplandores de los grandes
incendios de Chorrillos y Barranco, Méndez siguió el camino que su instinto de
orientación de morochuco le guiara, alcanzando las primeras líneas peruanas,
donde se le dio el alto y se le pidió el santo y seña. Como lo ignorase, se
limitó a decir….¡Perú!…¡Perú!.
Una patrulla de soldados peruanos salió a su
encuentro y lo llevaron ante el jefe a quien refirió su odisea. Fue conducido a
la retaguardia para que descansara hasta el día siguiente, que se le incluyó en
uno de los batallones, con el que luchó el día 15 en Miraflores hasta la
retirada a Lima.
Este morochuco en compañía de varios soldados y de un
Alférez Molina de quien guarda gratos recuerdos, antes de someterse al desarme
se retiraron hacia el centro. En la ciudad de Huancayo tuvo conocimiento del
avance de una División del Ejército Chileno e inmediatamente se constituyó en
la ciudad de Ayacucho para unirse a sus compañeros y oponer resistencia al
invasor unos como montoneros y otros a órdenes del entonces coronel Andrés
Avelino Cáceres, de quien llegara a ser su Edecán como Ayudante de campo,
durante la campaña de la Breña.
Cuando la expedición del Coronel Martiniano Urriola
entró a la ciudad de Ayacucho, los huamanguinos se organizaron para luchar
hasta el último y las bajas del ejército expedicionario en sus constantes
luchas con los montoneros, eran cada día
más y más alarmantes. Las mujeres ayacuchanas también tomaron parte
importante, pues invitaban a las chicherías a los soldados y cuando se hallaban
saturados de licor, procedían en complicidad con otros patriotas a degollarlos,
enterrando en secreto los cadáveres, hasta que un buen día fueron observados
por un tipo popular a quien llamaban “El Mudo”, quien enteró al jefe Urriola de
lo que pasaba. Este ordenó que se tomasen presos indistintamente a los
habitantes del barrio donde se producían estos crímenes, haciéndolos quintar
para luego fusilarlos en el Panteón.
Mientras esto sucedía, los morochucos cercaban por
las alturas la ciudad, y cuando sólo faltaba al lado de Marcas fue noticiado el
Jefe de las fuerzas chilenas, quien inmediatamente y sin que nadie lo
maliciara, tomó sus precauciones para abandonar la ciudad de Ayacucho a las dos
de la madrugada. No obstante esta intempestiva salida los morochucos
hostilizaron sin descanso la retaguardia enemiga hasta su llegada a Huancayo.
Si alguna causa oscura preside
la vida, resulta significativa que estos morochucos encontraron la muerte en
los pantanos de Villa, al igual que los realistas quienes sucumbieron en los
pantanos artificiales que los sublevados del rebelde Basilio Auqui, prepararon
durante la campaña libertadora en Succha.
¡Ironías de la vida que escapan a la lógica, al
presentarnos estas raras coincidencias!
(Transcripción hecha del libro “Los Morochucos” Cap. II, pp.
56 a 60 de Carlos Mendívil).